Deshacer la
urgencia vana de abrir tanto la boca
Dios mío
Concédeme la serenidad
para no decir coplas
Valor para
olvidar aquellas que no puedo
Y Sabiduría para
escribir prosa.
Deberé admitir
que soy incompetente, inútil en ponerle freno al verso
Mi vida se ha
esfumado en la lectura convulsa de líneas grises
Buscaré un Dios
para que me devuelva el juicio
Resolveré mi vida
confiando ciegamente y me repetiré que el infierno no es el prójimo
El me sabrá
cuidar mejor y me apartará del micrófono abierto
Hurgaré en mi
mente para confesar mis faltas: todas las noches de escondite leyendo a solas
Sin temor, a voz alta
diré que me he bebido miles de libros
Que se ha
deslizado sobre mí el amargo veneno de las tintas
Admitiré todos mis
nombres
Todas mis cruces
Dios sabrá
perdonarme
Con su borrador
quitará las letras rotas
Enderezará los
reglones torcidos
Tachará esos
vapores parisinos escondidos entre las páginas y sus diabólicas uniones
De seguro, si con
devoción se lo implorase
El Sabrá
liberarme
Haré una lista de
todos los desafortunados que escucharon mi voz haciendo rimas
Iré en cada
cantina rechinante y vieja buscando que me absuelvan
Repararé mi
pecado quedándome callado, me pegaré con una botella tres veces en el pecho y maldeciré
a voz viva a Bécquer
Por su culpa
Por su culpa
Por su culpa y la de las golondrinas
Siento compasión por
todos esos desgraciados que aún riman
Que envían mensajes
a deshoras para que les revisen el poema
Aquellos que
esperan el espacio para correr hacia el micrófono
Por todos los miserables
que disimulan no haber entendido
Esos seres
podridos que se beben un recital malo por semana
Yonkis de
garabatos y metáforas
Persiguiendo
editores tras la droga de las letras
Maldita sea la industria de la imprenta que a tantos jóvenes ha orillado a convertirse en poetas